El silencio de este Viernes Santo no es solo el eco de un Cristo crucificado. También es el susurro de todas las normas, miedos y mandatos que, generación tras generación, nos han impuesto sin espacio para el cuestionamiento. Como muchas mujeres de mi generación, crecí en la República Dominicana bajo la sombra de una fe católica profundamente enraizada, donde la tradición pesaba más que la comprensión.
Desde pequeñas aprendimos que en Semana Santa no se come carne. Ni preguntar por qué. Era simplemente así, una verdad incuestionable. Recuerdo a mi abuela santiguándose si alguien osaba freír un trozo de salami un Viernes Santo. “¡Muchacha, eso es pecado!”, decía, con el mismo tono con el que se reprende una blasfemia. Y una se lo creía. No se trataba de reflexión espiritual, sino de miedo. Miedo al castigo, miedo al qué dirán, miedo a Dios.
Otro dogma arraigado: al entierro se va de negro, con rostro solemne y sin maquillaje. Como si el dolor tuviera uniforme. Como si la única manera válida de honrar una vida fuera desde la tristeza silenciosa y la apariencia de duelo. ¿Y si yo quiero celebrar su existencia con colores? ¿Y si la persona que se fue no hubiese querido verme vestida de sombra? Pero no. Desde niñas aprendimos que hasta para llorar hay reglas.
Y así, sumamos otras creencias como que no se debe barrer de noche porque se barre la suerte, que una mujer no puede ir sola a misa si está en “esos días”, que no se puede hablar de sexo porque “es sucio”, aunque fue Dios quien nos hizo cuerpo y deseo. Nos moldearon a través del miedo, del silencio y la obediencia ciega.
Pero llega un punto en la vida donde una comienza a preguntarse: ¿cuánto de lo que creo viene realmente de mí? ¿Cuánto me fue impuesto antes de que tuviera edad para pensar por mí misma?
Y aquí quiero hacer una pausa necesaria. Porque aunque me cuestiono muchos de estos mandatos, mi fe permanece intacta. Creo profundamente en Dios. En su amor, su compasión, su presencia. Pero también he aprendido a diferenciar entre fe, iglesia y religión. La fe es íntima, es libre, es única para cada una. La religión —y más aún las instituciones que la representan— puede estar cargada de normas humanas, de estructuras y tradiciones que no siempre nacen del espíritu divino, sino de una época, de una cultura, de un contexto.
Mi intención no es herir sensibilidades, ni enfrentar creencias. Al contrario; creo que el respeto por la espiritualidad del otro es esencial para una convivencia en paz. Cada una es libre de vivir su fe como la sienta, como la entienda, como la necesite. Pero también es sano reconocer que muchas de las cosas que hoy repetimos —por costumbre, por mandato o por temor— no vienen de nuestra fe, sino de la sociedad, del deber ser, del "porque siempre ha sido así".
Este Viernes Santo, quiero invitarte a hacer una pausa. No para repetir lo que te dijeron, sino para escuchar tu interior. ¿Qué creencias sigues por inercia? ¿Cuáles son ya una cárcel para tu alma?
A veces, el mayor acto de reverencia es desaprender. Cuestionar no es falta de respeto, es el primer paso hacia una espiritualidad más auténtica. Es ahí donde comienza el verdadero despertar: cuando ya no sigues las reglas porque te lo dijeron, sino porque las sientes en tu alma.
Hoy, más que recordarte que Jesús murió en la cruz, quiero recordarte que tú también puedes resucitar. Volver a ti, volver a pensar, volver a creer desde la libertad. Soltar el luto impuesto, el miedo aprendido, el pecado heredado.
Este viernes no te preocupes por si comes carne o no. Preocúpate por si te estás devorando a ti misma con tanta culpa que no te pertenece. No te vistas de negro por obligación, vístete con lo que tu alma necesite. Y haz silencio, sí… pero que ese silencio sea fértil. Que te permita escuchar tu propia voz por encima del ruido de los dogmas. Porque al final, más allá de los ritos, las normas y las formas, lo verdaderamente importante es ser buena persona. Amar, respetar y no hacer daño. Esa es la fe que transforma.
¡Un fortísimo abrazo!