Desde niñas, muchas mujeres hemos crecido bajo el mandato invisible de ser “buenas”. Buenas hijas, buenas esposas, buenas madres, buenas compañeras, buenas en todo. Esta “bondad” no nace de un deseo auténtico de servir o amar, sino de un sistema que premia la obediencia, la entrega incondicional, el silencio y la autoanulación. Sin embargo, llega un momento en la vida de muchas mujeres en el que este molde comienza a romperse. Y esa ruptura, aunque dolorosa, puede convertirse en un acto profundamente sagrado: el renacimiento de una mujer libre.
Este proceso no implica abandonar valores como la empatía, el respeto o la generosidad. Al contrario, se trata de redescubrirlos desde un lugar auténtico, no impuesto. La llamada “mujer buena” muere simbólicamente para dar paso a una mujer que se elige a sí misma, que se escucha, que se cuida y se honra.
Este renacer no es un acto de rebeldía contra lo espiritual ni contra ninguna creencia. Muy al contrario, puede vivirse como un ritual íntimo de reconexión con lo divino que habita en lo femenino. En muchas tradiciones ancestrales, la muerte no es el fin, sino el inicio de una transformación. Así también, la mujer que se despide de las cadenas que la limitan, se abre a una nueva forma de ser, más cercana a su verdadera esencia.
Morir a ese arquetipo impuesto no ocurre de un día para otro. Es un proceso que comienza, muchas veces, con una incomodidad silenciosa: una sensación de estar viviendo la vida de otra persona, de haber olvidado los propios sueños o de haberse desdibujado en las exigencias ajenas. Con el tiempo, esa incomodidad puede transformarse en una pregunta poderosa: ¿Quién soy yo, realmente, cuando nadie me está mirando?
La respuesta a esa pregunta suele dar miedo. Porque implica desaprender, soltar roles, poner límites y enfrentar la posibilidad de no agradar a todos.
Y allí radica el verdadero ritual: en el valor de soltar lo que nos pesa para abrazar lo que nos da vida.
Esta “muerte simbólica” de la mujer “buena” no es un acto egoísta, sino un acto de amor propio. Y cuando una mujer se ama a sí misma, no se vuelve menos amorosa con los demás. Al contrario, se vuelve más consciente, más plena, más entera. Desde ese lugar puede ofrecer lo mejor de sí, no desde el sacrificio, sino desde la libertad.
Es importante aclarar que este camino no niega la espiritualidad, ni desprecia la fe. Muchas mujeres viven este proceso en profunda comunión con Dios, con la naturaleza o con su propio espíritu. Algunas lo viven en silencio, otras a través de rituales personales: escriben cartas, hacen limpiezas simbólicas, lloran, oran, agradecen. Cada paso es válido si nace del corazón.
Porque no se trata de convertirse en una mujer “mala”, como muchas veces se teme, sino en una mujer auténtica. Una mujer que se permite decir no sin culpa. Que entiende que el amor no exige desaparición. Que sabe que cuidar de sí misma no es abandono a los demás, sino responsabilidad con la vida.
Renacer en libertad es un acto profundo y transformador. No se grita, no se impone. Es una decisión serena, una afirmación interna que dice: “ya no necesito seguir fingiendo”. Y en ese momento, cuando cae la última máscara, cuando se deja atrás la necesidad de aprobación, algo hermoso sucede: nace la mujer que siempre estuvo allí, esperando su momento.
Una mujer viva. Con voz, con sueños, con fuerza. Una mujer sagrada, una mujer como tú.
Abrazos del alma.
@mpinaescritora