Llega el verano y con él todo se muestra más expuesto, los cuerpos, las rutinas, las emociones y por alguna razón también los juicios.
Hoy hablamos sobre el verano, los juicios, los filtros, pero no me refiero a los filtros de Instagram, que esos los afinamos mejor que nunca muchas veces, sino a los filtros de empatía, de humanidad, de respeto. Porque parece que con el calor se nos derriten y lo que debería ser una época ligera se vuelve una pasarela de inseguridades, comparaciones y de etiquetas. Es como si en cuanto sube la temperatura también subiera el volumen del juicio, a los cuerpos, a las decisiones, a la forma de criar, a cómo una vive, trabaja, se viste, ama o no ama.
Y muchas veces ese juicio viene de otras mujeres. Y ahí está, aparece, la mirada que duele, que fulmina, que hiere, esa que te examina de arriba abajo en la piscina, esa que comenta con sorna si llevas bikini a tu edad, o si no llevas maquillaje, o si lo llevas demasiado, si estás muy flaca o si engordaste, si estás sola porque algo tendrá, o acompañada, pero seguro que es infeliz. Por favor, nos vigilamos constantemente, nos medimos, nos comparamos y eso nos aleja, nos hace sentir que nunca, nunca somos suficientes.
Y, ¿qué decir de nuestras jóvenes? que viven frente al espejo digital atrapadas en otra cárcel, la de las redes sociales. Allí el verano es eterno, los cuerpos son esculpidos, la felicidad es constante, todo es perfecto, excepto lo que sienten ellas cuando se comparan con esa perfección falsa. Este verano muchas chicas pasan horas comparándose con cuerpos que no son reales, con vidas editadas, con felicidades inventadas en TikTok o Instagram. Sienten que su valor depende de si tienen un cuerpo bronceado, una barriga plana y una sonrisa siempre puesta. Y cuando no lo logran, porque es imposible evidentemente, piensan que algo en ellas está mal y esto también es violencia. La presión estética, la ansiedad por pertenecer, el miedo a no encajar, todo eso va calando hondo, muy hondo, porque vivimos en una época en la que la apariencia vale más que el bienestar y lo peligroso es que creemos lo que vemos, aunque sepamos fervientemente que eso es mentira.
Pero somos nosotras, las madres, las tías, las abuelas, las amigas, quienes debemos recordarles que la vida no es un filtro, que estar bien no se ve, se siente. Luego están las madres que también se miran y se juzgan, por supuesto, en los grupos de WhatsApp, en los parques, se libran batallas silenciosas. O sea, la madre que cría con apego juzga a la que pone límites firmes, la que organiza actividades diarias, cuestiona a la que pone dibujos animados, la que está agotada, se siente mal por decirlo, como si fuera un pecado, y la que pide ayuda está echada de floja, de perezosa, de mala madre.
Todo esto, mi querida Eva que me lees, nace del miedo, del miedo a no hacerlo bien, a ser juzgada, a ser la única que no llega a todo, pero la verdad es que ninguna llega a todo, y eso ya lo sabemos, y no deberíamos tener que hacerlo. Somos mujeres distintas, pero tenemos, aunque no lo creas, las mismas heridas, y necesitamos empatía entre nosotras. Está la chica que va sola a la playa y recibe miradas como si hubiera que explicar su independencia, como si la soledad fuera un pecado. La mujer sin hijos a la que otra mujer le dice, se te va a pasar el arroz, hija.
La abuela que quiere ponerse un vestido corto y escucha, por ejemplo, a otra mujer que le dice, “ya no tienes edad para eso, ¿no?”. La adolescente que se toma una foto y borra veinte selfies porque se ve gorda, y tú dices, “si tú estás gorda, yo soy una croqueta andante”. O sea, esto es imposible, pero todo eso es fruto de lo que nos están vendiendo en redes sociales también, la presión social, de esa apariencia perfecta a la que todas debemos sucumbir. ¿En qué momento se nos olvidó que todas merecemos libertad? Que el respeto también es no opinar sobre lo que no nos fue pedido.
Tarea pendiente casi eterna entre nosotras las mujeres. Yo creo que, entre toda la humanidad, eso de no opinar de lo que no nos importa, aún no lo acabamos de aprender. Nos enseñaron a competir.
Estamos compitiendo desde el jardín, desde la infancia. Es una cosa que ocurre muy a menudo. Y yo quiero recalcar, y sobre todo en esta época de verano, de este tiempo estival, que no somos competencia. Nos enseñaron a competir entre nosotras desde pequeñas, sí. ¿Por qué? Por el cuerpo, por el hombre, por el trabajo, por la maternidad perfecta, pero no nacimos para eso. Nacimos para sostenernos, para abrazarnos, para ser espejo, pero de luz, no de crítica.
El respeto empieza con una frase muy simple, que es, “no sé lo que estás pasando, pero te respeto”. Qué bonito. Qué bonito esto, y este verano yo te invito de verdad, Eva, a que ofrezcas presencia y no juicio.
Si ves a una mujer mirándose con inseguridad en la playa, por ejemplo, o se está tapando un poco más de lo que tú te taparías, sonríele. Si escuchas a una madre decir que está cansada, agotada, harta, no la corrijas, escúchala. Tal vez, solo necesita eso, que otra mujer la escuche y sentirse comprendida. Si una joven no quiere subir una foto porque no se ve bien, dile, no necesitas demostrar nada a nadie, eres suficiente así, ámate.
Este verano no te conviertas en jueza, sé abrigo, sé presencia. Cuando te mires tú misma al espejo, no seas tu enemiga y cuando mires a otra mujer, recuerda, no sabes qué le duele, no sabes lo que carga, pero sí puedes elegir no hacerle más pesado el camino.
Entre tanto filtro, seamos rostro real, entre tanto juicio, seamos mujeres que despiertan a otras y que se despiertan a sí mismas también. Te mando un abrazo caluroso, mi querida Eva, te deseo que disfrutes mucho del verano, que te ames mucho y que no tengas ningún filtro, excepto el de la empatía y el de la humanidad. Abrazos del alma, tu amiga de este lado, como siempre, María Piña.