Hay un tipo de soledad que no siempre se ve, pero que pesa. Una soledad silenciosa, que no grita, pero que duele. La siente la mujer que siempre está: para su familia, para sus amigas, para sus hijos, para su pareja, para su trabajo. Esa mujer que responde rápido, que soluciona sin preguntar, que se levanta, aunque no pueda más.
Esa mujer eres tú. Soy yo. Somos muchas.
Nos enseñaron a estar. A sostener. A cuidar. A responder con una sonrisa, aunque por dentro estemos hechas pedazos. A no pedir ayuda porque “podemos con todo”. A no necesitar porque “eso es de débiles”. A tragarnos las lágrimas para no incomodar. A no soltar porque si lo hacemos, se nos cae todo. Y así vamos por la vida, rodeadas de gente, pero sintiéndonos solas.
La mujer que siempre está para todos casi nunca tiene a alguien que esté para ella. Nadie se imagina que necesita un abrazo. Que a veces no puede más. Que también llora en la ducha. Que se siente invisible. Porque se ha puesto tan bien la armadura de “yo puedo”, que nadie sospecha lo que realmente pasa detrás.
Y cuando lo dice, si lo dice, nadie la cree. Porque, ¿tú? ¿Tú que siempre estás tan fuerte?
Claro. ¿Quién va a pensar que la mujer que nunca se cae… lleva años sosteniéndose apenas?
Hay una soledad que te acompaña mientras haces la comida con una mano y respondes un audio con la otra. La que sientes cuando te preguntan por el uniforme del niño o de la niña, por la cita médica de mamá, por el informe del trabajo, pero nadie te pregunta, y tú, ¿cómo estás?
Esa soledad aparece en las noches, cuando todos duermen y tú por fin te sientas, no a descansar, sino a repasar lo que quedó pendiente para mañana. Cuando miras al techo y piensas; y si mañana me derrumbo, ¿quién recoge mis pedazos?
Aparece también en el supermercado, cuando cargas el carrito no solo con alimentos, sino con la responsabilidad de todo. En el baño, cuando finges que solo te maquillas, pero realmente estás respirando para no llorar. En esas conversaciones donde hablas de todos, menos de ti. O cuando celebras los logros de otros y te preguntas cuándo será el turno de que alguien celebre los tuyos.
Esa soledad también la sienten mujeres jóvenes que estudian y trabajan para cumplir con todo lo que se espera de ellas, pero nadie ve su agotamiento emocional.
La sienten las madres recientes que lo tienen "todo", pero no saben quiénes son ahora. Y las mujeres mayores que cuidaron toda su vida y ahora, en su silencio, se preguntan si alguien las recuerda más allá de su utilidad.
La soledad no discrimina edad, ni estatus, ni logros. A todas nos ha tocado sentirla. Y es momento de ponerle nombre, de hablarla, de no esconderla más.
La soledad no siempre es falta de compañía. A veces es falta de escucha, de presencia real, sin pantallas, sólo atención de verdad, de sentir que tu interlocutor realmente quiere saber cómo te sientes porque le importas. Es mirar alrededor y no saber a quién contarle lo que de verdad te pasa. Es sentir que, si tú no lo haces, nadie lo hará. Que, si tú no cuidas, no hay quién cuide. Y eso agota. Eso parte por dentro.
Y sí. Tú también necesitas. Tú también tienes derecho a parar. Tú también mereces que alguien pregunte si estás bien. Tú también puedes pedir. Y no por eso eres menos.
Deja de exigirte tanto. Deja de cargar sola. Deja de pensar que, si tú no lo haces, todo se viene abajo. Porque esa creencia no es amor. Es control disfrazado. Es miedo aprendido. Es una herencia emocional que no te corresponde seguir arrastrando ya. Porque todo pasas y se nos pasa la vida, y no vivimos, y, al final todo queda.
Hoy te hablo a ti. A esa mujer que lleva días sin hablar de sí misma. Que no recuerda la última vez que hizo algo solo por gusto, por placer. Que duerme poco, come mal, que piensa mucho, que se traga todo.
Te hablo a ti, que das todo… y te dejas al final. Ya basta.
Empieza a estar para ti. A priorizarte. A escucharte con la misma atención con la que escuchas a los demás. No tienes que hacerlo todo. No tienes que salvar a nadie. No tienes que demostrar nada. Estás viva, y eso ya es suficiente.
Aprende a pedir. A decir que no. A dejar de justificarte, porque al final, te hartas de dar explicaciones que nadie te ha pedido y que a nadie le importan.
Aprende a soltar culpas. A sostenerte desde el amor, no desde la exigencia.
Aprende a ser para ti lo que tantas veces has sido para otros.
Porque la soledad no desaparece por tener gente cerca.
Desaparece cuando tú te das permiso de estar contigo, con honestidad.
Cuando te habitas entera, sin miedo a lo que descubras.
Y sí, también mereces que alguien esté para ti. Que te sostenga, que te escuche, que te vea. Pero para que eso pase, primero tienes que dejar de esconder tu cansancio. Tu tristeza. Tu necesidad.
Estás a tiempo. Siempre estás a tiempo. No para dejar de estar para los demás. Sino para, por fin, estar también para ti.
Gracias por llegar hasta aquí., mi querida Eva que me lees. Ojalá estas palabras te abracen un poco el alma. Y si hoy te reconociste entre estas líneas, que no te dé miedo de darte el lugar que mereces. Nos seguimos leyendo, mujer valiente.
Abrazos.